jueves, 29 de octubre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (IV): Espejos.


Imposible resistirse a la fascinación más vieja y sencilla de la feria: los espejos deformantes. Mirarse frente al espejo cóncavo en el que nos veremos bajitos y gordos como Boteros, con forma de bolo y con esos bracitos cortos de bebé, de T-rex, de muñequito. O, justo en el espejo de al lado, aparecer filamentosos, insectarios, quijotescos, con un aspecto tan correcto de bolígrafo que pensamos que sólo nos falta asomar esa narizota por el bolsillo de una chaqueta para que el disfraz sea perfecto. Jugar con nuestra propia fotografía. Hacer muecas, gestos, tonterías, frente a los espejos, mientras ese otro yo deforme se mueve a nuestro antojo como un bufón jorobado, un enano gracioso.


Niños y adultos nos reímos frente a nuestra propia imagen deformada. Acabamos de salir del museo de cera donde los monigotes pretenden (siempre fracasan) parecerse a los personajes famosos, a los futbolistas, al Papa: los impasibles modelos, muertos de cera y aburrimiento, tratan de imitar cada arruga, el color de los ojos, las proporciones exactas. Pero, en realidad –por su realidad–, no se parecen lo más mínimo. Acabamos de salir del museo de cera, decía, y nos acercamos a los enormes espejos curvados que están junto a la puerta como abandonados, porque nadie les encontró un sitio mejor, desatendidos, porque pocas atracciones precisan tan escaso mantenimiento. Nos acercamos precisamente para desintoxicarnos, para disfrutar de lo contrario: del escaso parecido, de la deformidad, de la caricatura. Haciendo monerías frente a los espejos abombados huimos de la imitación, de la falsa presunción del parecido, de la prepotencia del hiperrealismo kitsch y la sensación de cadáver, de máscara mortuoria del maniquí que quería ser Madonna o Reagan o Guti.


Nos miramos en el espejo distorsionante y probamos a inclinarnos, a alejarnos (“fíjate, desde aquí se nos ve al revés; mira la barriga… ¡y las piernecitas!”), o a acercarnos mucho para que la frente se convierta en una enorme superficie curvada y lisa, como un planeta deshabitado: la línea del cabello se aleja y éste aparece como un gorrito, un bosquecillo oscuro en el Polo Norte; la cara, irreconocible, apenas ocupa un triángulo minúsculo hacia el Polo Sur.


Y ahora nos miramos en otro espejo y nos damos cuenta de que, a pesar de la deformidad, nada nos salva de ser simplemente nosotros. Después de la ducha, mientras nos afeitamos –otro día más–, no hay curvas en el espejo del baño, ni trucos, ni efectos ópticos. Solo la oportunidad de un espejo y de otra mañana más. Solo el tiempo, trasformándonos, desfigurándonos, como un niño desquiciado jugando sin control con sus modelos de cera. Muñecos que cada vez se parecen menos a las personas que imitaban.

domingo, 25 de octubre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (III): Fútbol.


El tacto y el olor del césped recién cortado, apenas humedecido (lo justo para darle velocidad al campo). Y el sonido del público como un tren de carga al pasar por la estación, gritando, pidiendo más, siempre más, cuando me interno por la banda derecha y el defensa contrario que no llega, no va a llegar. Me encanta ese momento de fútbol recién estrenado, cuando todas las opciones son posibles, todo está en el aire y el campo se ensancha por la banda, por donde corro fuerte y, a la vez, ligero, esperando el premio de la red, que va a llegar, que llegará, seguro, estoy seguro. Pero mejor antes que después. Será mi momento, otra vez.

Me he acostumbrado, quizá excesivamente, lo reconozco, a captar la atención del público. No es momento ni lugar de falsas modestias: sé que, entre todos los que estamos sobre el césped, la mayoría de las miradas son para mí. Soy la estrella. Aunque no sé si lo seguiré siendo el próximo domingo: la vida media, en el fútbol, es corta, los tiempos, acelerados. Pero estos instantes, esta intensidad, valen seguro la pena. Algunos compañeros que todavía estaban bien, que no eran tan viejos, en absoluto, que tenían un rendimiento más que aceptable, andan ya por pabellones deportivos, en los colegios, entre niños, por los patios, o hasta en la calle, ayudando a otros a disfrutar también de este deporte; quizá incluso ayuden a descubrir a un nuevo crack. Ya llegará, quizá llegue. Pero más tarde. Ahora es sólo este partido, ahora estoy en mi apogeo. Hoy disfruto incluso de las patadas, de los roces de los tacos, del choque de una cabeza, de un hombro, de la caricia —prohibida, árbitro, prohibida— de una mano contra mi piel. Y de la sensación de elevarme en el área, sabiendo que el portero no llegará. Incluso de golpear de lleno contra el poste, en un lance que pudo acabar perfectamente en gol. Lo que no aguanto es que, inmediatamente después, el delantero, egoísta y cruel, tan pagado de sí mismo y como si yo tuviera algo que ver en su impericia, me dé una patada y me envíe en una parábola imposible para que acabe entre el público mientras oigo sus palabras, alejándose de mi: «Puto balón de mierda ¿por qué no entras? ¡cojones!»

Solo espero que este niño me suelte ya, que me devuelva al césped húmedo y recién cortado, a rodar otra vez, hasta la meta. Me he acostumbrado.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (II): Payasos


La peluca de color zanahoria, con los pelos tan tiesos como tras un diagnóstico de cáncer. Y el sombrerito verde a cuadros, perfectamente pequeño y ajustado a la sutura interparietal, peluca y epicráneo mediante. Con el rotulador dermográfico con el que otras veces marco las incisiones dibujo un perímetro periocular a un centímetro del relieve orbicular, delimitando un área que posteriormente relleno de pasta Lassar, blanca y densa; tras esperar unos minutos se convierte en una lámina nívea y elástica, sobre la que, otra vez con rotulador, dibujo una lágrima oscura, centrada bajo el párpado inferior. Con mercromina —es lo más adecuado, no tengan duda— tan roja como sangre arterial hiperoxigenada perfilo mis labios y dibujo una forma como de enorme hamburguesa triste que ocupa todo el espacio entre ambos pliegues nasogenianos, dejando libre el mentón. Oigo que, tras la puerta, la gente murmura inquieta, pendiente del comienzo del show. Algunos llevan meses esperando, puedo notar su ansiedad mientras termino de maquillarme frente al espejo. Así que me doy prisa y, finalmente, como si fuera la cereza en medio de la tarta, me coloco la nariz roja y redonda, el símbolo universal e inequívoco del Payaso. «Nasocentrismo de Clown», pienso. Referencia unívoca, denotación; sin ambigüedades. Un número clásico. Después, como cada día, me pongo la bata y ajusto la tarjeta de identificación para que no tape la enorme margarita de la solapa por la que puedo lanzar agua (que, a veces, tinto con azul de metileno) si las cosas se ponen difíciles. Ese viejo truco siempre resulta. Respiro hondo, aprieto el botón del intercomunicador y digo con la voz más adecuada que encuentro en mi laringe:


—Enfermera, que pase el primero.

sábado, 17 de octubre de 2009

Las cadenas de Eros.

La foto de Travis y el comentario de Sony, la del señor mayor dibujando pájaros, pájaros del Támesis, tomando apuntes al natural, me trajo a la cabeza a Freud.
El título de la foto era "Hasta el final".
Por razones estrictamente sentimentales yo estaba también ahí ese día. Yo tomaba lecciones al natural del retratista y de la retratista. "Hasta el final" pringando de interés el mundo, invistiendo libido, rodillo en mano, manguera al aire, catectizando. Es la foto del teclista atrapando la partitura con los ojos. ¿Y por qué Freud? Primero, por el énfasis en la pulsión, en la fuente de la libido sobre el objeto. Ese objeto, como dice Pepe Momia, siempre contingente. La vida se ve con los ojos y eso a veces crea la ilusión de que la vida son los objetos pero la vida es la libido, que sale de mí y barniza al objeto, que ya barnizado, eureka, me resulta apasionante. Por eso " hasta el final", por conservar el interés, la libido, el Deseo o como lo queramos llamar a aquello que mana de la fuente interior. Decía Sigmund que la libido con el tiempo se vuelve "viscosa". Que cuesta más movilizarla. Nosotros pensamos que los niños se maravillan ante el mundo por el placer del descubrimiento de los objetos pero el Dr. Freud supongo que diría que no es (solo) meso, sino (sobre todo) que tienen la libido fácil, como Dillinger tenía el gatillo fácil.

La maravilla de aquel hombre era cómo era capaz de movilizar semejante cuantuum de Deseo a su edad. En lugar de estar autoabsorto, desinteresado, anómico, estaba, furibundamente, cazando pájaros con los ojos, una caza que no mata. Y ese acto, a su vez, le alimentaba de una imagen de sí mismo joven y viril, quien sabe si, quizá, engañando a sus radicales libres, informándoles de otra edad, de otro tiempo. A su vez, ese acto movilizó otro. De repente, era nuestra intrépida reportera la que, espoleada por el señuelo del objeto (la escena del dibujante), sacaba su libido a pasear y, de repente, eran ojos pletóricos de deseo fotografiando. Y de repente era yo, que viendo a uno y a otro hirviendo de interés, me interesé por ellos y con ellos. Son, digo yo, las cadenas de Eros. Cadenas que no atan. Cadenas que unen. Libido que contagia.

Cosas (supuestamente) divertidas (I): VIAJAR


La cubierta “E”, rebautizada para este crucero —MS NonStopParty— con el muy denotativo pero menos connotativo nombre “Sun&Fun” estaba particularmente pegajosa esa mañana. La noche anterior, una combinación deletérea de mojitos, reggetón y mar gruesa animada por la ya tradicional ineficacia de la Biodramina® había puesto la madera como un mapamundi de manchas irreconocibles. Ni el más listo de CSI sería capaz de asignar cada secreción, cada ácido, a su anterior estómago propietario.


Rana se aplicó a hacer saltar las manchas. Su jefe no era muy comprensivo con el trabajo mal hecho. Ni siquiera le importaba que los turnos estuvieran muy por encima de lo que cualquier occidental es capaz de soportar sin hacer una huelga de hambre (sólo un occidental es capaz de hacer una huelga de hambre por demasiado trabajo; en Pakistán, pensó, es todo lo contrario). Su jefe, en realidad, empezó como él pero ya se iba creyendo un Pasha, lo que le hacía muy poco sensible al argumento de que resulta prácticamente imposible dormir —pese a los tapones para los oídos con los que paternalmente se les obsequió en Barcelona, antes de subir al “Supercrucero. Trabajo garantizado. Condiciones inmejorables”— en los camarotes (colectivos) situados inmediatamente debajo del escenario de la Sala de Fiestas (hora de cierre a las 4 AM) y en popa, junto a los motores de los estabilizadores. Así que Rana respiro hondo el aire fresco de ese mar tan parecido al que baña Karachi, donde su familia estaría ya considerando seriamente que a lo mejor no comería tampoco hoy porque Rana no podría mandar el dinero, con suerte, hasta el Lunes.


Rana movió de nuevo, como cada amanecer, todas las hamacas, recogió los cientos de pequeños parasoles que muy poco antes habían adornado los cocktail del día (con y sin alcohol). Pasó y repasó la fregona, frotó con el cepillo de púas y cambió el agua del enorme cubo cien veces. Shahid estaba en la cubierta “D” y Ghulam trabajando en el jacuzzi de la cubierta de proa, intentando sacar, como siempre, los condones atascados en los skimmers. Los tres se habían enrolado en Barcelona, hartos de trapichear por el Raval sin posibilidad de trabajar por no tener documentos o sin documentos por no tener la posibilidad de trabajar, él nunca lo había entendido bien.


—Fíjate en ese moreno, mirando por la borda en lugar de trabajar.

—¿De dónde será?

—Filipino, parece filipino

—¿Has visto tío?

—¿Qué?

—El nombre, en la placa del mono. Pone ¡“Rana”!

—¡No me jodas!

—Increíble tío, debe ser herencia del español, de cuando las Filipinas eran españolas.

—Increíble.

—Lo que es increíble es el coñazo de tener que levantarse a estas horas para pillar una hamaca libre.

—Tienes razón, no hay derecho

—No, menuda mierda. ¿Cuál es el cocktail del día? ¿Daiquiri?


Título y concepto tomado y comprimido del prematuramente extinto David F Wallace, aunque, desde luego, no el tono y el contenido (su cuento sí es absolutamente divertido y recomendable).

lunes, 12 de octubre de 2009

MUERTE DE UN GIBELINO


Hace 2 días murió Diego Alarcón, nuestro, para siempre, profesor de inglés. Conocimos a Diego hace 4 años, cuando comenzó a enseñar inglés a nuestros niños, primero en casa de Josema y Marisa y después en la nuestra. Diego ya comenzaba a tener síntomas de la enfermedad que finalmente lo ha matado; al principio, los síntomas eran tan inespecíficos como molestos, comenzando su peregrinación por múltiples especialistas, de los que siempre nos hacía retratos cariñosos y divertidos que clavaban la esencia del personaje (sonrisitas, beatiful, forrestgump, etc), incapaces, como nosotros, de ponerle una etiqueta diagnóstica. Como profesor, primero de los nenes y luego también nuestro, solo puedo decir que nunca he asistido a clases tan deliciosas: adornaba su magnífico conocimiento del idioma (etimología, uso habitual, expresiones, pronunciación..) con un sentido del humor muy british, irónico, inteligente, culto y siempre educado y cariñoso. Nunca olvidaremos unas palabras suyas sobre uno de nuestros hijos en una etapa de dificultades en el colegio que a Rosa y a mí nos sirvieron de gran consuelo y que demostraban la enorme perspicacia de Diego, la gran facilidad con la que leía a las personas, las entendía. Yo creo que esa facilidad para poner motes, para trascender a las personas, seguramente venía de su gran pasión: el teatro.

Diego era un enamorado del Teatro. Fue director de teatro, trabajó como director de actores de doblaje y escribió obras de teatro (en el año 2004 le premiaron por "Cónclave") además de cuentos y novelas breves, la mayoría de ellas inéditas. Hace poco le pedimos ayuda para un proyecto de La Momia que Habla en el que cantamos versiones de temas de Bob Dylan traducidas al castellano que son presentadas por el mismísimo Bob a través de monólogos escritos por Pepe Momia e interpretados por Javier Balibrea. Le pedimos ayuda para que corrigiera los monólogos y nos hiciera sugerencias sobre la interpretación de Javier y la puesta en escena. Él, aunque ya estaba muy avanzada su enfermedad, nos acogió en su casa a Javier y a mí, y estuvimos trabajando varias horas. Asistir al encuentro de dos hombres del teatro, Javier y Diego, fue muy emocionante: cómo hablaban de las obras, de las compañías, de los autores, de los actores. Nos animó mucho, le encantaron los monólogos y la interpretación de Javier. Asistió con dificultades a la última representación de la obra en el Ítaca de Murcia en junio de este año. Sería la última vez que le veríamos.


Bueno, el me dejó uno de sus inéditos que acabo de releer para hacer este post. Se llama “El güelfo y el gibelino” y es un asombroso relato histórico, a través del ficticio epistolario que pudo existir entre el emperador del Sagrado Imperio Romano, Federico II - stupor mundi, descendiente de Carlomagno y rey de Sicilia, de Arlés y Jerusalén, de Italia y de Alemania- y el Papa Gregorio IX. La corte de Federico II (1196-1251) se caracterizó por su sofisticación, tolerancia y fomento de la cultura: Federico, como buen siciliano, fue capaz de hacer convivir lo árabe, lo griego y la cultura occidental. Fue un gibelino, grupo caracterizado por la defensa del poder político sobre el religioso, de lo humano sobre lo divino, por ello enemigo de los ambiciosos Papas que lideraban a los güelfos, defensores del poder papal absoluto.
En una de esas cartas, en la que presenta el grueso de la correspondencia con el Papa, enterrada con él y dirigida a quien saquease su tumba advierte Federico: “Haz buen uso de esta documentación, de manera que los hombres aprendan a librase del miedo a los clérigos y papas güelfos, y que los reyes aprendan a gobernar sin que ese montón de sotanas melifluas metan sus narices en asuntos que el cielo nunca les encomendó. No permita el mundo que los clérigos pongan sus manos en disputas que no les pertenecen. No permitáis que mi lucha haya sido en vano” Probablemente la historia de occidente, del mundo, hubiera sido otra si Federico no hubiera sido vencido, gracias a la traición del sucesor de Gregorio, Inocencio IV, gibelino convencido hasta su nombramiento como Papa.

La obra destila melancolía porque tanto Gregorio como Federico se están muriendo, como Diego cuando les hacía decir estas cosas. Escribe Gregorio: “Miro a un pozo sin fondo. Es inútil. Hay que llevar el pensamiento a otro sitio y alejarse de esa niebla espesa que es el olvido. Yo procuro olvidar lo que no recuerdo, es la única protección que me queda” Dice Federico: “Ya soy viejo. La visita de la muerte, aunque pase de largo y no te lleve con ella, te deja viejo para siempre. Hace dos meses tenía treinta años y estos sesenta días me han parecido más largos que una vida entera. Ahora tengo miedo. Por primera vez desde mis noches de niño solo en las tormentas de verano de Sicilia, he tenido miedo de todo: del mundo, de la vida, de la muerte. Creo que este pánico durará ya siempre. No reconozco mi cara cuando me miro al espejo, mis piernas parecen no haber caminado nunca y cualquier túnica que me traen me viene ridículamente grande. Soy un esqueleto imperial” Diego seguro que sintió miedo, sabía que se moría pero lo conjuraba con un sentido del humor que siempre nos descolocaba: “Voy a ser el muerto más sano del cementerio” nos decía cuando nos sentíamos incapaces de realizar un diagnóstico del rarísimo síndrome que le aquejaba. Seguía Diego en palabras de Federico: “No viviré dos siglos y medio. Tanto mejor ¿Para qué? He vivido casi el doble que Alejandro (Magno) y no he hecho ni la mitad: nada queda de su obra y nada quedará de la mía. Los imperios como los hombres acaban por derrumbarse y todo se convierte en polvo. Es el fin de una casa humilde y el de un palacio, el de un rico y el de un pobre. Es el tiempo, que a todos encanece, encalva, desdenta y apergamina: el dios al que más tememos. Tal vez el único al que tememos” En la obra Diego salva, claro, a Federico: lo salva como persona y lo salva como emperador. Es un homenaje a un Rey hedonista, profundamente mediterráneo (son estupendas sus descripciones de Sicilia, sus gentes y su carácter), rebelde ante los abusos de la iglesia y su hipocresía: “El día que me vaya no quiero hacerlo dejando una idea equivocada de mí. He respetado, admirado y apreciado por igual a moros y judíos; entre ellos han estado mis mejores amigos y también mis mejores médicos… De nuestros ejemplos vivirán las generaciones que han de venir, la oscuridad de vuestros miedos y supersticiones, de vuestra avaricia y de vuestros crímenes dejará paso a un mundo luminoso… Aún es pronto lo sé, pero veo acercarse poco a poco el tiempo en que el hombre se ocupará del hombre sin los miedos que nos ha tocado vivir a nosotros” La última nota es de su amigo Francisco de Asís: “Su majestad el emperador se quedó dormido ayer hacia el mediodía. Ya no ha vuelto a despertar”.


Descansé en paz, Diego Alarcón, el gibelino.


(la foto de La Momia que Habla con Javier Balibrea es de Joaquín Zamora; la primera y la última de Pepe Momia; las otras tomadas de internet)

viernes, 9 de octubre de 2009

Just in case

"Existe un Principio de Reversibilidad universal por el cual sabemos que todo cuanto no podemos ver o detectar con alguno de nuestros sentidos, en justa correspondencia, tempoco podrá ver ni detectarnos a nosotros".
Nocilla Dream. AFM.

miércoles, 7 de octubre de 2009

PASEO


— No sé, no acabo de verlo. Todo ese esfuerzo, esta especie de pulsión por el progreso… ¿No crees que, de algún modo, excede nuestra capacidad? ¿Que, irremediablemente, nos dirige al fracaso?

— Quizá, John, quizá… ¿te refieres a que el hombre no está destinado a influir tanto en la Naturaleza, que, de alguna forma, nos extralimitamos porque no nos resignamos simplemente a ocupar nuestro lugar en la escala animal…?

— Exactamente, a eso me refiero… sí… a ver… el destornillador… ¿hay una fisura aquí? No, está bien… sí, lo que decía: no hemos sabido planificar un límite proporcional a nuestra necesidad como especie.

— Sí, John, es posible. Mira, por detrás de ti aparece Júpiter.

— ¿Cuál es su albedo?

— No sé, alrededor de 50, creo ¿consulto la computadora?

— No, déjalo. Sólo era curiosidad. Quizá después, cuando termine.

— OK, John. ¿Estás bien? Pareces...

— Sí, no os preocupéis, siempre me ocurre cuando salgo de paseo. Me pongo un poco… me invade una especie de enorme perplejidad, me da por darle vueltas a todo. Tiene gracia… ¡dar vueltas!

— Perfecto John, perfecto. Pero no es… ese tipo de paseo ¿te parece? Y recuerda la nueva antena de microondas, a las once, junto a la compuerta.

— OK, Houston, no es nada. Sí, la antena, por supuesto, la antena… como si la comunicación, al final, fuera posible. ¿Habéis leído a Kierkegaard?

— Ok John. Reentrada a la estación en diez, nueve, ocho, siete… [Chicos, ahora sí que tenemos un problema. Llamad… llamad a Kernberg, NY. Sí, ahora, ahora.]

lunes, 5 de octubre de 2009

Sobre Ted Bundy

Ted Bundy fue un asesino en serie. Hijo ilegítimo-hecho que siempre trató de ocultar- y de clase trabajadora. Siempre estuvo obsesionado con el estatus. Durante su adolescencia robó coches de lujo y relojes caros. Ya en esa época los que lo conocían lo definían como introvertido pero encantador. Un chico guapo. Estudió Derecho. Ya en la adolescencia tenía fantasías sádicas de violación y necrofilia. La necrofilia, hasta donde sabemos, nunca la convirtió en acto. La violación, sí. Aspiraba a un estilo de vida de clase alta que nunca logró. Hay un momento que marca el inicio de su espiral de destrucción. Una chica lo rechazó en su petición de matrimonio. Comenzó su depredación de chicas que cumplían el perfil de Bundy: rubias, guapas, con "clase", y de pelo largo. El rechazo humillante fue en 1972. Su primer asesinato en 1974. Aprovechando su encanto superficial, su inteligencia y su encanto, Bundy se acercaba con el brazo en cabestrillo fingiendo una fractura y pedía a mujeres que le ayudasen a meter las bolsas en su coche. Ahí, las empujaba adentro, las llevaba lejos y las mataba duro, violándolas antes. Cuando se le capturó ya había asesinado un número estimado de treinta y seis mujeres. El número exacto nunca lo sabremos. El sólo confesó algunas de las violaciones-asesinato por miedo a que su condena se prolongara en ¡ocho meses!. Algunos de sus comentarios tras ser capturado: " No me siento culpable de nada; me da pena la gente que se siente culpable" ó "¿Qué es una persona menos en la faz de la Tierra?". Atribuyó los pocos asesinatos que confesó a la lectura de pornografía. Durante la década que precedió a su ejecución se le concedió permiso para vis-a-vis conyugal (en este tiempo se casó). Fruto de esos encuentros nació un niño. Que cada uno opine sobre lo que significa para la Justicia Norteamericana- ni quiero hablar de la española- que, a Bundy, quien segó la vida de treinta y ocho o más mujeres jóvenes, se le permitiera el lujo de la paternidad.



Bundy no es un especimen aislado. En la escala de depravación moral del Dr. Stone sólo está en puesto 17 sobre 22 (tortura prolongada seguida de asesinato con tortura como motivación principal). Nivel 1 es, para hacernos una idea, asesinato en defensa propia sin mediar provocación. Insisto. Algún interesado en permanecer en la ceguera (ceguera sobre la condición humana, ceguera sobre el papel de la agresión como pulsión, ceguera sobre los preludios de la gran violencia, ceguera sobre la urgente necesidad de reforma del código penal, ceguera por depositar sobre los valores el gran peso del impedimento del crimen en lugar de como necesarios pero no suficientes) querrá pensar en Bundy como un caso único. No lo es.



Nosotros, la mayoría, no tenemos la posibilidad de impedir cualquiera de estos actos. Sí de algunos menores, sin duda. Sin duda también, en modo cotidiano. Lo que sí que tenemos es la obligación moral de pensar más allá de cómo nos gustaría que el Mundo fuera para, de vez en cuando, obrar en función de cómo el mundo es.



Leyendo el otro día una magnífica crítica de carlos Boyero y Enric González sobre Gran Torino, la maravillosa peli de Clint Eastwood, decían que la película ésta sólo la podía haber filmado un conservador. Habrá que dejarse asesorar por los que más saben de cada campo. Lejos, muy lejos de la endogamia política. Tan cercana al racismo. Tan cercana a la estupidez. Por un poco de mestizaje ideológico.

jueves, 1 de octubre de 2009

A HARD DAY'S GUARDIA


Para que el día siguiente de una guardia sea bueno, la actividad desarrollada en la misma debe cumplir algunas condiciones. Por ser breve y no entrar en una lista de «a saberes», fundamentalmente se requiere que los problemas (el conjunto de tareas que, en conjunto, llamamos «trabajo») hayan sido corregidos de una forma lo suficientemente «limpia», es decir, que el partido se gane pero jugando bonito, no en terreno embarrado y por la mínima, con un penalti en contra en el último minuto que el árbitro no vio o no quiso pitar. Una guardia mala no significa un exceso de actividad, en absoluto. Puede ser el regusto amargo que deja un asunto muchas veces nimio ¿qué diablos querrá decir nimio y más en este contexto? (generalmente algo que pudiste hacer con facilidad, con sencillez, pero se complicó hasta extremos antes inimaginables).


La de ayer fue medio mala (o medio buena, ya sabéis): uno de esos partidos a mitad de campeonato contra un equipo mediocre que te lo ha acabado poniendo difícil y en el que tu publico ha visto perfectamente que no te esforzabas demasiado por cumplir el trámite. No hubo intercambio de camisetas.


Así que, para desengrasar, una gratificación rápida. Paz por euros. No, no estoy hablando de prostitución, tranquilos: aprovechando la oleada Beatle con la remasterización 2009 de sus discos, me dejo llevar por la rebaja en FNAC de 20,5 a 9 euros de su recopilación “1”, a la sazón uno de los discos más vendidos en la actualidad, con 27 de los temas más exitosos de The Beatles. Y me doy cuenta, como con los buenos libros, de qué bien aguantan estos cuatro (y sus productos) las sucesivas lecturas. Todos esos temas que crees, estúpidamente, que ya son estándares, casi lugares comunes, que fueron un comienzo para todo, algo totémico… pero que has descatalogado del oído, arrumbado, superado. ¡Y un huevo!, me atrevo a sugerir, humildemente.


No quiero ser exhaustivo y seguro que mil veces se ha dicho lo mismo, pero hay detalles que me deslumbran: la simplicidad esquelética de Love me do; los falsetes de From me to you; las palmas (y el puente) de I want to hold your hand; el silabeo/acentuación de la letra con la música (con el bajo) y el solo de Can’t buy me love; la entrada de A hard day’s night: guitarrazo y directo al estribillo, la batería de I feel fine (y el estribillo, que parece el abuelo marchoso de todo el pop granadino actual); el swing (y las armonías en el puente) the Eight day’s a week; la fluidez y solidez de una locomotora diesel en Ticket to ride; los coros (y por qué no, todo lo demás también) de Help!; la voz de McCartney en Yesterday, la única persona suficientemente joven (siempre) para cantar esa canción sin cursilería ni solemnidad; ¡la pandereta de Day Tripper!; la magnífica interrupción en forma de vals en lo que parecía una ¿simple? canción-eslogan (We can work it out); el riff y el bajo de Paperback writer; el atrevimiento de pasacalle de Yellow Submarine; la entonación contenida de Eleanor Rigby (fíjate y aprende, Rufus); los arreglos (todos) de Penny Lane: una canción que parece una película; la impertinencia antipatriótica y pedagógico-simplista de All you need is love; la declaración (elíptica) de intenciones de Hello, goodbye; el piano de Lady Madonna; todos y cada uno de los mil retales que parecen formar la inimitable Hey Jude (hasta la pandereta); la caja y el bajo obsesivo de Get back; la actualidad Folk-americana de The ballad of John and Yoko; los teclados de Something; el sexo duro en Come together; las mejores «words of wisdom»: Let it be y la imposible respuesta a la pregunta ¿por qué no quitaron los violines? en The long and winding road.

Bueno, la guardia no ha sido tan mala. En absoluto. Era sólo la excusa. I feel fine. Let it be.